La medalla que parecía imposible. El autismo no impidió que se graduara en la UCV. Hoy trabaja como citotecnólogo en el Padre Machado.
El diagnóstico de los médicos cuando era pequeño fue que tenía retardo y que ni siquiera llegaría a hablar. Sin embargo, hace dos meses, Ernesto Andrés Angulo se graduó de citotecnólogo. De acuerdo con la Secretaría de la UCV, es el primer estudiante con autismo egresado de la casa de estudios
Las 4.000 piezas pequeñísimas no son ningún reto para él.
El enorme rompecabezas que está sobre la mesa del comedor pronto estará terminado. Eso sí, nadie puede mover ninguna de las piezas.
Aunque parezcan idénticas, él se daría cuenta rápidamente del más mínimo cambio, como detalla una hormiga minúscula que camina cerca del plato de galletas, un vello que se desvía de la ceja de su mamá o una célula que se diferencia de sus gemelas en un microscopio.
La culminación del difícil rompecabezas -tarea de la que podría desertar más de uno- es sólo un desafío más en la vida de Ernesto Andrés Angulo, un muchacho que ha logrado derrumbar todo pronóstico. La Secretaría de la Universidad Central de Venezuela asegura que es el primer alumno con diagnóstico de autismo que se ha graduado en esa casa de estudios. En diciembre de 2009, en un Aula Magna que se reventaba de aplausos, recibió su título de técnico superior universitario en Citotecnología.
Y ahora es uno de los tres profesionales que estudian la morfología de las células en el Hospital Oncológico Padre Machado.
Solos. Ernesto lo expresó cuando tenía como 16 años de edad: "Quiero ir a la universidad". Su mamá, Elizabeth Figueras, al principio no supo cómo reaccionar, nunca esperó tal afirmación. La historia clínica de su hijo había empezado con mucho pesimismo. Un examen de sangre detectó, cuando era un bebé, que su sistema inmunológico no funcionaba. Al año y medio no hablaba y los estudios revelaron que la edad mental era de 5 meses.
"Los médicos nos dijeron que tenía retardo, que no llegaría a hablar ni dejaría los pañales. Ese primer diagnóstico nos batuqueó. Lloramos y lloramos", recuerda Elizabeth.
Pero la voluntad es rebelde por naturaleza y los padres no se conformaron con el desesperanzador futuro. Hicieron todo tipo de terapias para lograr que la edad mental de su hijo alcanzara la cronológica. Preguntaron, investigaron, ahorraron dinero y fueron a Estados Unidos a buscar expertos que les dieran luz sobre qué pasaba con el niño. El diagnóstico les iba a dictar un camino: su hijo tenía síndrome de Asperger, una forma de autismo moderado.
En ese momento, los padres no tenían ni idea de lo que era ni de lo que podían esperar. Se sabía poco. Para ellos, como para muchos, un niño autista era aquel que tenía movimientos repetitivos de balanceo y Ernesto no era así. Poco tiempo después, en Venezuela, una experta en el tema, Lilia Negrón, ratificó el diagnóstico.
"Nosotros estábamos solos en esto. Hace 22 años lo que nos estaba pasando era una incógnita. Así que donde había algún adelanto, allá íbamos, no importaba el precio; mi esposo decía que aunque ganáramos 1% de mejoría, valía la pena cualquier gasto", cuenta Elizabeth, una ingeniera civil que, aunque nunca dejó de trabajar, ha dedicado la vida a su hijo.
Ernesto cotidiano. Ernesto aprendió a montar bicicleta, a columpiarse, a lanzarse de un tobogán. Todo lo que para otros niños es intuitivo, para él fue a través del aprendizaje sistemático. Sus padres querían que hiciera todo lo que hacían los demás. "Le compramos un triciclo cuando tenía 3 años de edad y hubo que enseñarle a mover las piernas. Le enseñé a comer con la boca cerrada poniéndole un espejo para que se viera. Apenas se lo ponía, cerraba la boca. Fue dificilísimo que aprendiera los días de la semana. Le costó leer y tardó mucho en aprender a sumar, le llevó 7 años lograrlo, aún el dinero no lo maneja bien", cuenta la mamá.
Los días eran largos para Elizabeth y Ernesto. "Desde pequeño siempre le dije que tenía que esforzarse más que los demás. Me decía que las mujeres éramos unas dictadoras".
Gracias a la perseverancia, habla y lee en inglés. Nunca le gustó batear, ni patear ni correr, pero le encanta la cultura egipcia, el almanaque mundial y hacer sopa de letras como aprendió de su abuela. Le gustan los libros de Dan Brown (el autor de El código Da Vinci) y también se ha leído todos los de Harry Potter.
A la UCV. Si algo le ha fascinado a Ernesto desde pequeño son los tapabocas de los médicos. Siempre llevaba unos con él y quería que sus primos se los pusieran para jugar. En una ocasión hizo que se lo pusieran los obreros que hacían una reparación en su casa. Cuando su tía, que es médico, le regaló una bata desechable de cirujano, fue feliz.
Hizo toda su escolaridad en un colegio privado en San Bernardino. "No sabía qué íbamos a alcanzar, pero cuando él estaba en quinto grado la maestra dijo que llegaría a bachiller, era algo que no imaginaba", cuenta Elizabeth. Y sí, Ernesto se graduó. Y cuando expresó que quería ir a la universidad -"A la UCV, como mi papá", dijo-, la familia empezó a buscar carreras que se parecieran a sus dos intereses: la medicina y los libros. Al final, un tío médico recomendó probar con Citotecnología. Antes de buscar cupo, el muchacho hizo pasantías en el Instituto Anatomopatológico de la UCV. Fue una prueba de la que salió bien parado, con una carta de recomendación que avalaba que tenía aptitudes para esa especialidad.
Vino el otro temor de la madre: ¿cómo entraría en la universidad un joven que nunca había pasado un test psicológico? La puerta se abrió: la UCV había incluido la discapacidad intelectual dentro del convenio de ingreso para personas con esa condición. "Ir a la universidad era una prueba, no sabíamos qué pasaría, pero él tenía que vivir en el mundo real. Le dieron la oportunidad de entrar a estudiar Citotecnología en la Escuela de Medicina José María Vargas. Era la primera vez que lográbamos algo sin rogar. Él fue el primer estudiante de su colegio en ir a la UCV".
Rosalba Maingón fue la psicóloga que acompañó todo el proceso en la universidad.
"Aunque en la Facultad de Medicina no habían tenido experiencia con alumnos con autismo, lo aceptaron". Señala que hubo dudas de los docentes sobre qué pasaría con su ejercicio profesional. "Les informé que era muy inteligente y que en Europa había experiencia de trabajo supervisado de personas con autismo, es decir, que sus diagnósticos podían ser revisados por otro profesional".
La psicólogo elaboró un protocolo para los profesores, que incluía la petición de que lo sentaran adelante y le dieran más tiempo en los exámenes. Algunos docentes lo cumplieron y otros no. No fue fácil. Ernesto reprobó varias materias el primer año. "Decía que nos había decepcionado, se descontroló, yo tenía miedo por que las depresiones pueden tumbar a los muchachos como él", cuenta la mamá. Pero la comprensión por parte de algunos profesores fue vital. "Las puertas están abiertas para él", dijo el coordinador de la carrera. Y el propio Ernesto dijo que volvía a la universidad. "Con él, la UCV mostró su cara más humana", asegura Elizabeth.
El segundo año todo cambió.
Nunca más raspó una materia y en algunas obtuvo las mejores notas. Miguel, un compañero de los cursos superiores, le sirvió de tutor el resto de la carrera. Ingrist Alemán, su profesora de bioquímica, refiere: "Al principio fue difícil darle clases, después pude tener más contacto con él. vi. cómo se comportaba, que no fijaba la mirada, empecé a trabajar basándome en sus características. Él brillaba por su capacidad de memoria, le hice más exámenes orales y le di un poco más de tiempo en los escritos porque era muy lento escribiendo. Venía cada semana en un horario para discutir lo que había visto en clase. Y salió muy bien".
Hubo quien dijo que él era un peligro profesional, una paciente lo insultó. Pero sus profesores lo apoyaron. En 2009, ya en el último semestre, hizo pasantía en cuatro hospitales. Al finalizar, recibió una oferta del Hospital Oncológico Padre Machado para que trabajara cuatro mañanas a la semana. Tito Pomenta, un citotecnólogo que labora con él, comenta: "Ernesto es como cualquier otro trabajador, tiene una capacidad visual increíble, una gran memoria.
Me impresiona que pueda recordar cada caso con sólo ver el número de expediente. Se concentra mucho, diagnostica muy bien". Almuerza, comparte y hasta bromea con sus compañeros cuando tiene confianza. Es diferente, pero es uno más.
El arte de creer. Sobre una mesa del cuarto de Ernesto, los regalos siguen envueltos. Le gusta verlos así, escondidos dentro de esas cajas de frondosos lazos de colores. Allí hay obsequios de su cumpleaños, de la Navidad y de su graduación. Están todos esos CD que le han regalado, con música que le gusta, pero él insiste en oír todos los días el mismo disco, el que tiene los temas de la telenovela Chiquititas. Lo escucha en el carro, cuando su mamá lo lleva al trabajo.
Así es él. No puede andar solo, ni siquiera cruzar una calle, dos veces han estado a punto de atropellarlo. Sin embargo, es capaz de repetir de memoria una clase que aprendió hace años.
Ernesto no suelta la medalla dorada de la UCV. Él cree que es de oro. Sueña con ella desde el día que dijo que se graduaría en la misma universidad en la que estudió su padre. "El único que creyó en él fue él mismo", dice su mamá. Pero es mentira, porque ella siempre creyó en él.
Fuentes Consultadas-
EL NACIONAL - Domingo 14 de Febrero de 2010 Siete Días/4
MIREYA TABUAS
mtabuas@el-nacional.com
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