Carlos, diagnosticado de trastorno bipolar a los 19 años, tiene actualmente 33. Durante los 14 años que ha convivido con la enfermedad ha estado ingresado 14 veces en unidades hospitalarias de psiquiatría. La enfermedad ha hecho que su vida universitaria, laboral y familiar se viera muy alterada.
Llamé al timbre de la puerta de
cristal de la unidad de psiquiatría, la enfermera me abrió desde el control, le
pregunté por mi amigo Carlos, en la 16, me indicó.
-¿Es usted familiar o amiga?
-Amiga -respondí.
Desde fuera ya se advertía que
cruzar aquella puerta era como traspasar el umbral, los límites de un mundo
aparentemente ordenado y racional, para adentrarse en un espacio en el que cada
uno de sus provisionales, cambiantes y a menudo reincidentes habitantes, poseen
su propia cosmovisión regida por las leyes particulares que emanan de la
soberanía de sus sentidos, con frecuencia distorsionados por la enfermedad
mental.
Eran las seis de la tarde, una
hora de poca actividad en la sala. Algunos pacientes deambulaban por el pasillo
con la mirada pérdida, la marcha lenta y la cara inexpresiva, revelando los
efectos de la medicación. Un paciente dormía en la salita, en una cama hecha
con dos sillas, improvisada para la ocasión; mientras otros apuntaban con su
mirada hacia un televisor donde alguien hablaba para una audiencia ajena a ese
“otro” mundo y a los acontecimientos que ocurrían al otro lado de la puerta de
cristal.
Al llegar frente a la puerta de
la habitación número 16 observé por la mirilla y vi a dos mujeres sentadas
hablando. La paciente estaba de espaldas, tenía el pelo largo y rizado, recogido
en una coleta; la otra era una mujer joven de mirada serena y dulce, algo que
allí especialmente reconfortaba ver. He debido equivocarme, pensé. Debo de
haber confundido el número de habitación. La mujer joven se percató de mi presencia
y haciéndome una seña me indicó que pasara. En ese momento la otra mujer se dio
la vuelta y asombrada comprobé que era mi amigo Carlos. Hacía un año que no lo
había visto.
Ahora lucía una bonita melena de
pelo dorado, rizado y largo.
Me esbozó una sonrisa y le di un
abrazo. Somos viejos amigos y hemos vivido ya demasiadas veces la misma escena
en el mismo escenario. Catorce veces con ésta.
-¡Ya está bien, Carlos! -le dije.
-Te presento a Ana, mi novia
-contestó.
Ana es menuda y morena, de mirada
limpia y sonrisa sincera. Sus ojos delataban que ella le quería. Debía de
hacerlo -pensé yo- para no naufragar en el oleaje de esa vida tormentosa a la
que había arrimado la suya.
Él se asía a ella con firmeza y
sorprendente calma. Ella era su apoyo, su baluarte más preciado en esos
momentos. No querría perderla por nada del mundo, pero el agotamiento, la
resignación y una enmascarada indiferencia hubieran hecho que el aflojara su mano
con gracia y coraje si ella hubiese hecho el más mínimo ademán de abandonarlo.
Carlos tiene 33 años. Le
diagnosticaron trastorno bipolar con 19. Ha pasado ya 14 años en la montaña
rusa. Recuerdo de nuevo que es su decimocuarto ingreso. No es uno por año, la
enfermedad no es tan ordenada, pero se ha cobrado fielmente todos sus
aniversarios.
Con el objetivo de escribir este
artículo -lo confieso- y con la intención secreta que surge del pensamiento
mágico que todos llevamos dentro, deseé que la entrevista a modo de ritual catártico
cerrase el círculo de esos 14 años y 14 ingresos a la simbólica edad de 33. Con
entusiasmo pero sin mucha fe le pedí que me contara desde el inicio su
historia.
-Todo comenzó una noche de
verano. Tras unos días de un sin parar de aquí para allá, mientras charlaba con
mi hermano en su habitación acerca de los misterios del mundo y de los secretos
del universo -temas que en los últimos me interesaban de manera especial-, sucedió
algo extraordinario, tuve una revelación: reconocí y sentí con claridad la existencia de la cuarta
dimensión, el tiempo, a través de la cual podíamos movernos, yo mismo era capaz
de hacerlo. Poco a poco ese entusiasmo se fue apoderando de mí hasta que la
euforia se hizo incontenible. Mi familia, asustada, al no poder calmarme, avisó
a una unidad del SAMU, que al rato se presentó en mi casa, inaugurando y bautizando
mi primer episodio maniaco.
Yo era estudiante de psicología,
así que mejor o peor sabía que significaba aquello.
Ese fue mi primer ingreso. Pasé
12 días hospitalizado en la unidad de psiquiatría embebido, por vez primera, en
antipsicóticos y litio.
Carlos hace una pausa, le cuesta
continuar. Esta es la tercera semana que lleva ingresado y, aunque ya le están
disminuyendo la medicación, todavía le resulta difícil concentrarse y hablar.
Sus pensamientos se suceden lentos, como si uno no pudiera salir a escena hasta
que el otro la hubiera abandonado por completo. Articular en palabras esos
pensamientos es todavía más costoso. De manera sincopada y con largas pausas
vamos adentrándonos en su autobiografía. Carlos continúa con su relato.
-Al salir del hospital, tras
estar unos días en casa sumido en una profunda depresión en los que no podía
más que estar tirado en mi cama y con un estado psíquico que no era capaz de
soportar, mi familia, asustados por mi ideación suicida, me ingresaron de nuevo
en el hospital. Es allí donde me corté las venas.
-¿Cómo lo hiciste?- le pregunté
-Muy sencillo. Le pedí una
maquinilla de afeitar a la enfermera, me la dio y lo hice. Esa vez estuve un
mes en el hospital.
-¿Querías realmente acabar con tu
vida?
-No lo sé, sólo sé que no podía
soportar por más tiempo aquella situación. Es esos momentos no veía otra salida
para escapar de ese infierno… Quizás, como me dijeron, había sido un intento
desesperado para pedir auxilio, una estratagema inútil para reclamar la ayuda
de Dios, de la enfermera de guarida, de mi madre… No lo sé… Luego me arrepentí
por el sufrimiento y la preocupación que había causado en mi familia. Cierto es
que lo lamenté tambien por las normas de aislamiento y estrecha vigilancia a
las que me sometieron.
-¿Cómo transcurrían los días en
el hospital?
-El ritmo de mi vida lo marcaba
la medicación. Tres colores y sus combinaciones teñían mi existencia: el del
litio, el de los antidepresivos y el de los neurolépticos; más tarde hubo que
añadir un cuarto, el de los antiepilépticos. La sucesión del gota a gota
presagiaba el cambio de ritmo. Cuando mi vida sonaba a nocturno, el Prozac me
abocó a la rapsodia.
-Debuté con una taquiarritmia de
depresiones y euforias, hilaridades y angustias, descubrimientos y
conversiones, recompensas y castigos. Tenía 19 años, estaba empezando a descubrir
la vida.
-¿Y qué pasó después?
-Tras una serie de ingresos
repetidos vino un período de relativa calma, entonces continué mis estudios de
psicología. Fue allí dónde nos conocimos. Cursé dos años en uno para recuperar
el tiempo que me había retrasado. Luego pedí una beca para estudiar un año en
Inglaterra, me la concedieron y con los cambios y las emociones llegó un nuevo episodio
de euforia que me llevó de cabeza a un hospital en Londres.
-Me lo pasé genial –me dice, mientras
me mira y sonríe como con añoranza de tiempos mejores.
Al hilo de la conversación le
pido que me describa cómo es y cómo se siente durante una fase de euforia.
-Siento en mi cabeza una continua
lluvia de ideas que me impulsa a hacer cosas sin parar y a no dejar de hablar;
siento amor por todas las cosas, por todos los seres, pasión y excitación por
la vida, por cada pequeña o gran cosa que ésta me ofrece; la vida está llena de
magia, revelaciones y descubrimientos. Me siento “conectado”, inundado por la
energía del universo. Olvido dormir, comer o descansar, no lo necesito. Cada
cosa que hago me resulta extremadamente gratificante. Desaparece el miedo y el
sentido de la precaución. Es la exaltación de la vida en estado puro.
-¿Y cómo es el otro lado de la
moneda?
-Es la nada. Cuatro paredes y mi
cama.
-Me pregunto si eres consciente
de cuándo vas a entrar en una nueva crisis.
-Ahora sí. Pero aunque se es
consciente, tienes la falsa creencia de que se va a poder controlar, pero casi
nunca es así. Las facturas de mí móvil son un buen indicador externo de mis
crisis...
-¿Y la medicación?
-En cierta medida me he
reconciliado con ella y hemos aprendido a convivir. Soy consciente de que cada
alejamiento o abandono de la pauta terapéutica ha traído consigo sus
consecuencias, nuevas subidas y bajadas. Ya no quiero volver a hacerlo.
Las hospitalizaciones se han
sucedido con más o menos frecuencia. Al principio, en los períodos de calma,
Carlos intentó continuar sus estudios de psicología, pero los efectos de la
medicación y los estragos de la enfermedad, a pesar de que siempre demostró una
capacidad sobresaliente para el estudio, le hicieron desistir.
Si hablamos de psicología dice
haber renunciado sin pena, al menos a su vertiente académica. No está conforme
con los modelos tradicionales al uso, ya que a él ni le sirven ni le convencen.
Carlos, con frecuencia, no
comulga con lo establecido, y suele moverse de forma escurridiza entre los
límites de lo que objetivamente parece real y la frontera de lo esotérico u
oculto. Este es con mucho el punto más complicado.
Durante largas temporadas ha
podido trabajar, fundamentalmente cuidando y acompañando a personas mayores, y
ha sido excelente en su trabajo. Es cariñoso, solícito y se preocupa sinceramente
por el bienestar de las personas a las que acompaña.
A pesar de eso, de que pone el
alma en su trabajo, en más de una ocasión se ha sentido prejuzgado por su
enfermedad e injustamente tratado. Lo entiende, sabe que es fruto del
desconocimiento y del amarillismo que de vez en cuando se ceba en “ellos".
Incluso, algunos pretendidos
amigos han dejado de serlo cuando se han avecinado temporales.
Carlos sabe que al margen de eso
cuenta siempre con el apoyo incondicional de su familia, de sus amigos, de Ana.
Aunque la relación con sus seres queridos no siempre es fácil, en especial con
su madre.
Esta semana, Amparo, su madre, no
vendrá a visitarlo, se ha quedado en casa por “prescripción médica”. Carlos no
quiere verla. Ella se traga el dolor y se muerde las ganas, y rota en 14
pedazos me dice: “Mi hijo es el mejor del mundo”.
A Amparo le ha tocado el duro
papel de ser la madre, de sufrir en su alma cada arañazo, cada zarpazo que la
vida le ha ido dando a su hijo. Como todas, claro, con esta enfermedad, con
otra o con ninguna, ser madre lleva innato el sufrimiento. “Pero cada una se
sabe lo suyo”, me ha comentado a veces con un profundo suspiro.
Lo peor de todo es no poder hacer
nada. Mucha veces de manera injusta se ha sentido culpable di la situación, de
lo que pudo hacer o de lo que no hizo para que su hijo desarrollase la
enfermedad. Ella le conoce mejor que nadie, sabe cuándo Carlos está jugando con
fuego, cuando sufre, cuando se aproxima cada nuevo episodio, pero también sabe
que cada consejo o recomendación que salga de su boca la alejará más de su hijo
provocando el efecto contrario al deseado.
Carlos ya no vive con ella. Ha
decido que necesita independizarse, enfrentarse a la vida por s mismo. Piensa
que el cercado con el que si madre había pretendido protegerlo le hace daño. No
quiere vivir como un “enfermo”.
Mi trato con Carlos es de amiga,
nunca de terapeuta. Aunque desde mi parcialidad e implicación trate en la
medida de lo posible de conciliar esta situación que -lo reconozco- es bastare
complicada.
Se ha hecho tarde y Ana tiene que
irse a trabajar. Soy consciente de que hoy les he privado de su ratito de
complicidad, pero antes de marcharme y para cerrar mi visita y la entrevista
con un toque de optimismo, me gustaría que como otra; veces -aunque en
circunstancias distintas- Carlos me hablase de aquello que a pesar de todo, y
por todo, ha aprendido de la enfermedad.
En esta tarde lluviosa y gris de
primavera se lo pregunto de nuevo:
-¿Qué crees que has aprendido de
tu experiencia con la enfermedad, Carlos?
Su mirada se pierde a través del
cristal, mientras las gotas de agua se deslizan borrando cada une de sus
últimos pensamientos. Le repito varias veces la pregunta. Creo que está cansado
o quizás no quiere contestar. Le insisto, pero me resigno a marcharme sin
escuchar de su boca unas palabras de aliento… Carlos vuelve la mirada hacia mí
y con gesto triste e ingenuo me dice:
-No me acuerdo... Dímelo tú.
Fuente:
OLGA PELLICER PORCAR, Psicóloga,
Departamento de Psicología de la Salud, Universidad Miguel Hernández, Alicante,
España. Colaboradora de AVTB
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